Nunca imaginé, yo niño de ciudad, educado entre los márgenes de las aceras, los semáforos y el asfalto, los ladrillos, las escaleras y el bullicio, convertirme en un amante de la naturaleza. Si alguien años atrás me hubiese vaticinado que cambiaría el sabor de un parque por la amalgama de olores y sensaciones que emanan de un amanecer en el medio de la nada, donde el ser se pierde ante la inmensidad que desborda la mirada agotada de querer retener sin lograrlo siquiera, le respondería con una sonrisa y pensaría que adolece por falta de tornillos o peor tuercas.
Lo cierto es que me cautivó desde el primer momento la fotografía de aves, quizás por el inmenso reto que supone lograr una buena instantánea, ya sea en pleno vuelo, o holgazaneando sobre alguna rama. La adrenalina que se siente ante una fracción de segundo irrepetible, ante el descubrimiento de una nueva especie según mis ojos y el saber que esta es un espécimen que habita nuestro país de forma muy esporádica es indescriptible, a no ser por la pasión albergada al presionar el disparador y captar hacia la eternidad una especie más en la lista creciente de aves fotografiadas.
